Después de dos meses de ausencia concentrado en los antiguo mundos de los imperios Austro Húngaro y Otomano, el autor reinicia las publicaciones en su Blog.
Reproduzco a continuación la columna de Joaquín García Huidobro publicada en El Mercurio el 10 de Agosto. Resulta sorprendente por que el autor forma parte de una derecha chilena conservadora cuyo anticomunismo del siglo XX desprecia y recela de la Rusia actual. Es curioso que la publique El Mercurio, el principal diario de Chile, adalid en nuestro país de la virulenta campaña anti rusa que capitanean los medios norteamericanos.
Las opiniones de García Huidobro reflejan un buen conocimiento de Rusia y de los acontecimientos internacionales. Probablemente se alimentan de una organización católica de la cual él es cercano si no miembro, el OPUS DEI, que mantiene una activa presencia en varios de los países que surgieron de la URSS.
Domingo 10 de agosto de 2014
De Rusia, con amor
"La retórica eslavista de Putin, e incluso la reivindicación de muchas glorias del pasado soviético, puede ser entendida como el fruto de la precipitación de Occidente, que pretende exportar su modelo a un pueblo orgulloso, que no nació ayer, y que tiene una tradición política del todo diferente..."
En las películas occidentales, los rusos casi siempre aparecen en el papel de malos. Hombres altos, de rostros pálidos, pómulos salientes, pelo corto y ojos tan claros que llegan a asustar. Si se trata de mujeres, serán tan bellas como carentes de escrúpulos.
Esta forma de representar a los rusos ha sido asumida por buena parte de la prensa occidental. Cuando se habla de Putin, se nos recuerda que integró la temida KGB, y sus empresarios deben estar necesariamente vinculados a alguna mafia. Su política internacional, actual y pasada, no sería más que la propia de un imperio insaciable, en constante expansión.
El episodio más reciente de esta tenebrosa historia sería la desestabilización de la pacífica y europea Ucrania, y la anexión de Crimea. Como reacción, los europeos y norteamericanos han acordado sanciones contra el oso imperialista. Lamentablemente, Putin ha reaccionado prohibiendo la importación de alimentos y otros productos que provienen de los mercados de esos países.
Pero nada de eso desanima a esas blancas palomas que son las democracias occidentales. Ya hace unos meses nos habían dado una clara señal al conseguir el derrocamiento de Yanukovich, el perverso líder prorruso ucraniano, en una acción que tiene todas las características de un golpe de Estado, y últimamente han intensificado sus sanciones a Rusia por su mal comportamiento.
Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. Los sucesos que actualmente enfrentan a Rusia, por una parte, y Europa y los EE.UU. por otra, no son cosa de hoy. Los EE.UU. ganaron la Guerra Fría, pero procedieron con Rusia de manera muy distinta al modo en que habían actuado en la posguerra, cuando tendieron una mano generosa a Alemania, Italia y Japón, y transformaron a sus enemigos en estrechos aliados.
Uno podía esperar que, derrumbado el comunismo y desaparecida la Unión Soviética, iban a hacer otro tanto con Rusia. Pero no, en vez de transformarla en un aliado, se dedicaron a humillarla.
La provocación más notoria fue la ampliación de la OTAN y sus sistemas defensivos, que pasaron a incluir a países que antes estaban bajo la órbita soviética. El mensaje subyacente era obvio: “ustedes, señores rusos, siguen siendo peligrosos, de modo que los rodearemos con la tecnología bélica más avanzada, para que no caigan nuevamente en la tentación de ampliar sus fronteras”. Lo asombroso es que los occidentales se sorprendieron enormemente por la consiguiente molestia de los rusos: “¿Acaso no han leído a Rawls estos moscovitas? ¿No saben que las democracias liberales jamás han sido un peligro para nadie?”, parecían pensar Clinton y sus asesores.
En suma, la mayoría de los países del Primer Mundo mantuvo respecto de Rusia una lógica que era más propia de la Guerra Fría. Bastaba que Moscú mostrara una actitud cautelosa con Irak o Siria, para que ellos se empeñaran en derrocar directa o indirectamente a esos regímenes autocráticos, sin advertir que el remedio podía ser mucho peor que la enfermedad.
En la crisis ucraniana la imprudencia europea fue sencillamente asombrosa. Si un país tiene dos almas, una proeuropea y otra prorrusa, lo último que hay que hacer es forzarlo a decidirse a favor de una u otra. Pero no, Europa echó bencina al fuego y provocó una situación que tuvo como consecuencia natural la secesión de Crimea y su anexión a Rusia, país con el que tiene vínculos mucho más estrechos que los que puede tener con España u Holanda.
La retórica eslavista de Putin, e incluso la reivindicación de muchas glorias del pasado soviético, puede ser entendida como el fruto de la precipitación de Occidente, que pretende exportar su modelo a un pueblo orgulloso, que no nació ayer, y que tiene una tradición política del todo diferente. En cambio, cuando de China se trata, Occidente hace la vista gorda respecto de cosas muchísimo más delicadas.
En este contexto, la guerra comercial entre ambos bloques representa una oportunidad para Latinoamérica y Chile en particular. Rusia no es China. Con ella compartimos una enorme herencia cultural: tal como Stravinski o Dostoievski son parte de nosotros, ellos aprenden castellano y leen a Neruda o el Quijote. Tienen una tradición científica envidiable y, desde hace unos días, la urgente necesidad de comprar nuestros productos. Este es el momento de estrechar vínculos con ellos, y no meternos en una disputa que no es nuestra.
Esta forma de representar a los rusos ha sido asumida por buena parte de la prensa occidental. Cuando se habla de Putin, se nos recuerda que integró la temida KGB, y sus empresarios deben estar necesariamente vinculados a alguna mafia. Su política internacional, actual y pasada, no sería más que la propia de un imperio insaciable, en constante expansión.
El episodio más reciente de esta tenebrosa historia sería la desestabilización de la pacífica y europea Ucrania, y la anexión de Crimea. Como reacción, los europeos y norteamericanos han acordado sanciones contra el oso imperialista. Lamentablemente, Putin ha reaccionado prohibiendo la importación de alimentos y otros productos que provienen de los mercados de esos países.
Pero nada de eso desanima a esas blancas palomas que son las democracias occidentales. Ya hace unos meses nos habían dado una clara señal al conseguir el derrocamiento de Yanukovich, el perverso líder prorruso ucraniano, en una acción que tiene todas las características de un golpe de Estado, y últimamente han intensificado sus sanciones a Rusia por su mal comportamiento.
Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. Los sucesos que actualmente enfrentan a Rusia, por una parte, y Europa y los EE.UU. por otra, no son cosa de hoy. Los EE.UU. ganaron la Guerra Fría, pero procedieron con Rusia de manera muy distinta al modo en que habían actuado en la posguerra, cuando tendieron una mano generosa a Alemania, Italia y Japón, y transformaron a sus enemigos en estrechos aliados.
Uno podía esperar que, derrumbado el comunismo y desaparecida la Unión Soviética, iban a hacer otro tanto con Rusia. Pero no, en vez de transformarla en un aliado, se dedicaron a humillarla.
La provocación más notoria fue la ampliación de la OTAN y sus sistemas defensivos, que pasaron a incluir a países que antes estaban bajo la órbita soviética. El mensaje subyacente era obvio: “ustedes, señores rusos, siguen siendo peligrosos, de modo que los rodearemos con la tecnología bélica más avanzada, para que no caigan nuevamente en la tentación de ampliar sus fronteras”. Lo asombroso es que los occidentales se sorprendieron enormemente por la consiguiente molestia de los rusos: “¿Acaso no han leído a Rawls estos moscovitas? ¿No saben que las democracias liberales jamás han sido un peligro para nadie?”, parecían pensar Clinton y sus asesores.
En suma, la mayoría de los países del Primer Mundo mantuvo respecto de Rusia una lógica que era más propia de la Guerra Fría. Bastaba que Moscú mostrara una actitud cautelosa con Irak o Siria, para que ellos se empeñaran en derrocar directa o indirectamente a esos regímenes autocráticos, sin advertir que el remedio podía ser mucho peor que la enfermedad.
En la crisis ucraniana la imprudencia europea fue sencillamente asombrosa. Si un país tiene dos almas, una proeuropea y otra prorrusa, lo último que hay que hacer es forzarlo a decidirse a favor de una u otra. Pero no, Europa echó bencina al fuego y provocó una situación que tuvo como consecuencia natural la secesión de Crimea y su anexión a Rusia, país con el que tiene vínculos mucho más estrechos que los que puede tener con España u Holanda.
La retórica eslavista de Putin, e incluso la reivindicación de muchas glorias del pasado soviético, puede ser entendida como el fruto de la precipitación de Occidente, que pretende exportar su modelo a un pueblo orgulloso, que no nació ayer, y que tiene una tradición política del todo diferente. En cambio, cuando de China se trata, Occidente hace la vista gorda respecto de cosas muchísimo más delicadas.
En este contexto, la guerra comercial entre ambos bloques representa una oportunidad para Latinoamérica y Chile en particular. Rusia no es China. Con ella compartimos una enorme herencia cultural: tal como Stravinski o Dostoievski son parte de nosotros, ellos aprenden castellano y leen a Neruda o el Quijote. Tienen una tradición científica envidiable y, desde hace unos días, la urgente necesidad de comprar nuestros productos. Este es el momento de estrechar vínculos con ellos, y no meternos en una disputa que no es nuestra.