Razones de sobra tiene Estados Unidos para no consultar a Europa o "enmendarle la plana" como lo hizo en Ucrania en Febrero, y Rusia para buscar nuevos horizontes en China.
El texto siguiente abreviado de una publicación de Perry Anderson en el London Review of Books, es una excelente presentación de la enfermedad que afecta a los europeos. "Cuando el río suena, piedras trae" y las elecciones europeas de ayer dejaron en evidencia que el río europeo suena mucho y viene con piedras grandes. No podía ser menos según el relato de Anderson.
Paula Reynal ha hecho posible que el texto se presente en castellano.
El texto original se puede encontrar en http://www.lrb.co.uk/v36/n10/perry-anderson/the-italian-disaster
El Desastre Italiano
Perry Anderson
Publicado en London Review of Books.
Europa
está enferma. Cuán seriamente, y porqué, son cosas que no siempre son fáciles
de juzgar. Pero entre los síntomas hay tres que se destacan y que se relacionan
entre sí. El primero, y más conocido, es la tendencia degenerativa de la
democracia en todo el continente, de la cual la estructura de la UE es a un
tiempo causa y consecuencia. El estilo oligárquico de sus disposiciones
constitucionales, alguna vez concebidos como andamiaje provisional para una
futura soberanía popular de escala supranacional, se ha ido endureciendo constantemente
con el tiempo. Los referendos se anulan con regularidad si no concuerdan con la
voluntad de los gobernantes. Los votantes cuyas opiniones son despreciadas por
las élites rechazan la asamblea que los representa nominalmente, y la
participación se reduce en cada sucesiva elección. Los burócratas que no han
sido nunca electos fiscalizan los presupuestos de parlamentos nacionales
despojados inclusive de su capacidad de gasto. Pero la Unión no es una
excrecencia de estados miembros que podrían ser suficientemente sanos. Refleja,
y profundiza, tendencias a largo plazo dentro de ellos. A nivel nacional,
prácticamente en todas partes, los ejecutivos doman o manipulan las
legislaturas con mayor facilidad; los partidos pierden miembros; los votantes
pierden la confianza en sí mismos, a medida que se van estrechando las opciones
políticas y las promesas de que pueden marcar una diferencia en la campaña
electoral se reducen o desvanecen en el
cargo.
Esta
involución generalizada ha venido acompañada de una corrupción generalizada de
la clase política, un tema que la ciencia política, suficientemente locuaz
sobre lo que se conoce en el lenguaje de los contadores como el déficit
democrático de la Unión, generalmente no toca. Las formas de esta corrupción no
han hallado aún una taxonomía sistemática. Existe una corrupción pre-electoral:
el financiamiento de personas o partidos de fuentes ilegales – o legales – contra
la promesa, explícita o tácita, de futuros favores. Hay corrupción post-electoral:
el uso del cargo para obtener dinero por medio de malversación de los ingresos,
o sobornos en los contratos. Hay compra de voces o votos en las legislaturas.
Hay robo directo del erario público. Hay falsificación de credenciales para obtener
beneficios políticos. Hay enriquecimiento en los cargos públicos después de los
hechos, como también durante o antes. El panorama de esta malavita es impresionante. Un fresco de ella podría comenzar con
Helmut Kohl, gobernante de Alemania durante dieciséis años, que amasó alrededor
de dos millones de marcos alemanes en “cajas negras” de donantes ilegales cuyos
nombres, una vez que él se vio expuesto, él se negó a revelar temiendo que
salieran a la luz los favores que ellos habían recibido. Al otro lado del Rin,
Jacques Chirac, presidente de Francia durante doce años, fue declarado culpable
de malversación de fondos públicos, abuso de su cargo y conflictos de interés,
una vez que su inmunidad llegó a su fin. Ninguno de ellos sufrió una sanción.
Estos fueron los dos políticos más poderosos de su época en Europa. Una mirada
al escenario desde aquel entonces es suficiente como para disipar cualquier
ilusión de que constituyeron algo fuera de lo común.
En
Alemania, el gobierno de Gerhard Schröder garantizó un préstamo de mil millones
de euros a Gazprom para la construcción de un oleoducto por el Báltico a pocas
semanas de su dimisión como canciller, quedando en la nómina de Gazprom con un
salario mayor al que recibía por gobernar al país. Desde su partida, Angela
Merkel ha visto sucesivamente a dos presidentes de la República forzados a
dimitir bajo una nube: Horst Köhler, ex jefe del FMI, por explicar que el
contingente del Bundeswehr (ejército alemán) en Afganistán estaba protegiendo
intereses comerciales de Alemania y Christian Wulff, ex jefe de la Democracia
Cristiana en la Baja Sajonia, por un préstamo cuestionable para su partido de
un empresario amigo. Dos importantes ministros, uno de defensa y otro de
educación, tuvieron que dejar sus cargos cuando fueron despojados de sus
doctorados – una importante credencial para una carrera política en la
República Federal – por robo intelectual. Cuando esta última, Annette Schavan, muy
amiga de Merkel (quien manifestó tener plena confianza en ella), seguía aún
aferrada a su cargo, la revista Bild comentó
que tener un ministro de educación que falsifica sus investigaciones es como
tener un ministro de finanzas con una cuenta bancaria secreta en Suiza.
Dicho y
hecho. En Francia, se descubrió que el ministro socialista para el presupuesto,
el cirujano plástico Jérôme Cahuzac, cuya misión era defender la probidad
fiscal y la equidad, tenía entre €600,000 y €15 millones en depósitos ocultos
en Suiza y Singapur. Nicolas Sarkozy, por su parte, ha sido acusado por
testigos convergentes de recibir alrededor de $20 millones de dólares de
Gaddafi para la campaña electoral que lo llevó a la presidencia. Christine
Lagarde, su ministra de finanzas, quien lidera en este momento el FMI, está
siendo interrogada por su papel en la adjudicación de €420 millones como
‘compensación’ a Bernard Tapie, un delincuente muy conocido con antecedentes
penales, últimamente amigo de Sarkozy. En ambos partidos se advierte una
indiferente proximidad al delito. François Hollande, el actual presidente de la
República, tuvo citas con su amante en el departamento de la novia de un
gangster corso muerto en un tiroteo en la isla el año pasado.
En Gran
Bretaña, casi al mismo tiempo, el ex primer ministro Blair le aconsejaba a
Rebekah Brooks, quien se enfrentaba a penas de cárcel por cinco cargos de
conspiración criminal (‘Mantente firme y sigue definitivamente con las
pastillas para dormir. Ya pasará. Resiste’), e instándola a ‘publicar un
informe al estilo Hutton’, como él había hecho para limpiar cualquier
participación que su administración pudo haber tenido en la muerte de un
denunciante en su guerra en Irak: una invasión de la cual recibió – naturalmente,
para su Fundación Faith – diversas donaciones y participación en negocios de
todas partes del mundo, entre los que se destacan dinero en efectivo de una
compañía de petróleo de Corea del Sur dirigida por un ex convicto con intereses
en Irak y la dinastía feudal de Kuwait. Aún está por verse que recompensa pudo
haber recibido por sus numerosos consejos a la dictadura de Nazarbayev (‘Los
logros de Kazajstán son maravillosos. Sin embargo, señor Presidente, usted
esbozó nuevas alturas en su mensaje a la nación’. Palabras literales). En Gran Bretaña, en un
intercambio de favores sobre el que mintió sin escrúpulos, recibió una coima de
£1 millón destinados a las arcas del partido del magnate de coches de carrera
Bernie Ecclestone, que está actualmente siendo procesado en Baviera por
sobornos por valor de €33 millones. En la cultura del nuevo partido laborista, figuras
claves en el círculo de Blair, alguna vez ministros del gabinete – Byers, Hoon,
Hewitt – podrían estar próximamente en venta. En los mismos años,
indiscriminadamente del partido que fuera, la Cámara de los Comunes fue
expuesta como un pozo negro de pequeños desfalcos del dinero de los
contribuyentes.
En
Irlanda, entre tanto, el líder de Fianna Fáil, Bertie Ahern, habiendo
canalizado más de €400,000 en pagos inexplicables antes de convertirse en Taioseach
(Primer Ministro), se votó para sí mismo el salario más alto de cualquier
primer ministro en Europa – €310,000, inclusive más que el presidente de los
EEUU – un año antes de haber tenido que dimitir en el oprobio por su total
falta de honradez en todos los frentes. En España, el actual primer ministro,
Mariano Rajoy, encabezando un gobierno de derecha, ha sido sorprendido en
flagrante delito por recibir sobornos en la construcción y otros negocios por
un total de un cuarto de millón de euros a lo largo de una década, transferido
por Luis Bárcenas. Tesorero de su
partido durante veinte años, Bárcenas está actualmente bajo arresto
domiciliario por haber acumulado una fortuna de €48 millones en cuentas suizas
no declaradas. Los libros de contabilidad manuscritos en los que se detallan
sus transferencias a Rajoy y a otras figuras claves del Partido Popular – incluyendo
a Rodrigo Rato, otro ex director del FMI – han figurado en abundantes copias de
la prensa española. Una vez que estalló el escándalo, Rajoy le envió un mensaje
de texto a Bárcenas con palabras prácticamente idénticas a las que Blair le
envió a Brooks: ‘Luis, lo entiendo. Sé fuerte. Te llamaré mañana. Un abrazo’. Resistiendo
descaradamente un escándalo en el que un 85 por ciento del público español cree
que está mintiendo, sigue impertérrito en el Palacio de la Moncloa.
En Grecia,
Akis Tsochatzopoulos, sucesivamente ministro del interior, de defensa y de
desarrollo para Pasok, quien una vez estuvo a punto de liderar la social
democracia en Grecia, no tuvo tanta suerte: fue condenado el pasado otoño a
veinte años de cárcel por una formidable carrera de extorsiones y lavado de
dinero. Al otro lado del estrecho, Tayyip Erdoğan, aclamado durante largo
tiempo por los medios europeos y los intelectuales como el mayor estadista
democrático de Turquía, cuya conducta prácticamente logró que el país fuera admitido a la membresía honoraria
anticipada en la UE, ha demostrado ser digno de ser incluido en las filas del
liderazgo de la UE de otro modo: en una conversación grabada, dándole
instrucciones a su hijo de dónde ocultar decenas de millones en efectivo, en
otra aumentando el precio de un fuerte soborno en un contrato de construcción. Tres
ministros del gabinete cayeron con revelaciones similares, antes de que Erdoğan
purgara al cuerpo de policía y al poder judicial para asegurarse de que las
cosas no fueran más allá. Mientras lo hacía, la Comisión Europea publicó su
primer informe oficial sobre corrupción en la UE, cuyo alcance el comisionado,
autor del informe, describió como ‘impresionante’: en una estimación baja, le
costaría a la UE el valor total del presupuesto de la UE, alrededor de €120 mil
millones al año – siendo la cifra real ‘probablemente mucho mayor’. Cautamente,
el informe sólo incluía estados miembros. Quedaba excluida la propia Unión
Europea, la totalidad de su Comisión de los últimos años habiéndose vista
obligada a renunciar bajo una nube.
Algo común
en una Unión que se presenta a sí misma como preceptora moral del mundo, la
contaminación del poder por el dinero y el fraude se desprende de la disolución
de su sustancia, la participación democrática. Las élites liberadas arriba de una verdadera división y de una significativa
rendición de cuentas para abajo, pueden darse el lujo de enriquecerse sin
distracciones o retribución. La exposición deja de importar cuando la impunidad
se convierte en la regla. Al igual que los banqueros, los líderes políticos no
van a la cárcel. De la fauna ya descrita, sólo un anciano griego sufrió esa
indignidad. Pero la corrupción no es sólo una función del deterioro del orden
político. Es naturalmente también un síntoma del régimen económico que se ha
apoderado de Europa desde la década de 1980. En un universo neoliberal, donde
los mercados son el indicador de valor, el dinero se convierte mucho más
directamente que antes, en la medida de todas las cosas. ¿Si se pueden
privatizar como empresas con fines de lucro hospitales, escuelas y cárceles,
por qué no también los cargos políticos?
Sin
embargo, más allá de las consecuencias culturales del neoliberalismo, está su
impacto como sistema socioeconómico: el tercero y, en la experiencia popular,
sin duda la más aguda de las enfermedades que afligen a Europa. El que la
crisis económica desatada en Occidente en 2008 haya sido el resultado de
décadas de desregulación financiera y expansión del crédito, es algo que sus
arquitectos ahora más o menos admiten – véase a Alan Greenspan. Entrelazados a
través del Atlántico, los bancos europeos y las operaciones de bienes raíces
estaban tan involucrados en la debacle como sus homólogos norteamericanos. Sin
embargo, en la UE esta crisis general estaba sobredeterminada por otra propia
de la Unión, las distorsiones creadas por una moneda única impuesta sobre
economías nacionales muy diferentes, llevando a las más vulnerables al borde de
la bancarrota una vez que golpeó la crisis general. ¿El remedio para estas
economías? Ante la insistencia de Berlín y Bruselas, no sólo un régimen típico
de estabilización del tipo Churchill-Brüning de entre guerras, recortando el
gasto público, sino un ajuste de pacto fiscal estableciendo un límite uniforme
de 3 por ciento a cualquier déficit como una disposición constitucional,
consagrando efectivamente una miope fijación económica como principio básico
del Rechtsstaat, a la par con la libertad de expresión, la igualdad ante la
ley, el habeas corpus, la división de poderes y el resto. Si no fuera por su
participación respecto a las extradiciones por la tortura de ayer, sería difícil encontrar un
ejemplo más claro de la estima con la que son considerados estos principios por
las oligarquías de la UE hoy en día.
Económicamente,
los beneficios obtenidos por la integración fueron sobrevendidos desde un
principio. En la primavera de 2008, el cálculo más cuidadoso, de Andrea Boltho y
Barry Eichengreen, dos distinguidos economistas de una visión impecablemente
pro-europea, concluyó que el Mercado Común podría haber aumentado el
crecimiento en un 3 a
4 por ciento del PIB de la Comunidad Económica Europea durante todo el período
de mediados de los años 50 a
mediados de los 70, y el Acta Única Europea en otro 1 por ciento, en tanto el
impacto positivo de la unión monetaria había sido insignificante hasta la fecha
– dando un gran total de tal vez un 5 por ciento en el PIB durante medio siglo. Eso fue antes del inicio de la crisis. ¿Cuál ha sido el balance desde entonces?
Para fines de 2013, a
cinco años de la crisis, el PIB de la Eurozona todavía no había recuperado el
nivel de 2007. Casi un cuarto de su gente joven está desempleada. En España y
Grecia, las cifras son respectivamente un catastrófico 57 y 58 por ciento. Incluso
en Alemania, donde los superávits comerciales se acumulan año tras año y
ampliamente promocionada como la historia de éxito del período, la inversión ha
sido una de las más bajas de las economías del G7 y la proporción de
trabajadores con salarios bajos (los que ganan menos que dos tercios del
ingreso medio) es la mayor de cualquier país de Europa Occidental. Esas son las
últimas lecturas de la unión monetaria. Los curanderos de la austeridad han desangrado
al paciente y no le han devuelto la salud.
En este
contexto, un país es ampliamente considerado como el caso más grave de la
disfunción europea. Desde la introducción de la moneda única, Italia ha
presentado el peor record económico de cualquier país de la UE: veinte años de
un estancamiento prácticamente ininterrumpido. Con una tasa de crecimiento muy
por debajo de la de Grecia o España, su
deuda pública supera 130 por ciento del PIB. No es, sin embargo, un país de
tamaño pequeño o mediano en la periferia recientemente adquirida por la UE. Es
un miembro fundador de los Seis, con una población comparable a la de Gran
Bretaña, y una economía el doble de la de España. Después de Alemania, su base
manufacturera es la segunda más grande de Europa, donde también es segunda en
exportación de bienes de capital. Las emisiones de su tesorería constituyen el
tercer mayor mercado de bonos soberanos
del mundo. Casi la mitad de su deuda pública está en el extranjero: la cifra
comparable para Japón es inferior al 10 por ciento. En su combinación de peso y
fragilidad, Italia es el verdadero eslabón débil en la UE, a la que podría en
teoría quebrar.
Hasta el momento es también, y no
por casualidad, el único país en el que la desilusión con la anulación de las
formas democráticas ha producido no sólo una adormecida indiferencia, sino una
activa rebelión que ha sacudido su gobierno hasta la médula, transformando el
panorama político. Movimientos de protesta de uno u otro tipo han surgido en otros
países de la UE, pero hasta ahora ninguno se acerca a la novedad o el éxito del
movimiento de 5 Estrellas en Italia con una rebelión en las urnas. Así, a su
vez, Italia ofrece el espectáculo más conocido de todos los teatros de
corrupción del continente, y su personificación más célebre en el
multimillonario que gobernó al país durante casi la mitad de la vida de la
Segunda República, sobre quien se han escrito más palabras que sobre todos sus
competidores juntos. Las reflexiones sobre el estado al que ha llegado Italia
comienzan inevitablemente con Silvio Berlusconi.
Hablar
del Milagro Italiano, algo corriente en la época de Fellini y la Vespa, hace
tiempo que se ha convertido en lo opuesto. Durante décadas, los italianos han
superado a los extranjeros en lamentarse del Desastre Italiano, con a lo sumo
unos pocos valientes defendiendo algunos rincones salvadores de excelencia aquí
y allá: la moda, los Ferrari, el Banco Central. No cabe duda de que el país
ocupa un lugar especial hoy en día en el conjunto de países de Europa
Occidental. Pero eso por lo general es malinterpretado. Italia no es un miembro
medio de la Unión, ni un desvío de algún estándar al que podría ajustarse. Existe
una frase consagrada para describir su posición, muy usada dentro y fuera del
país, pero está equivocada. Italia no es una anomalía dentro de Europa. Es más
bien un concentrado de ella.
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