Por un lado la brutal urbanización del período soviético aumentó violentamente su población (de un millón de habitantes antes de la Revolución a los doce millones actuales) desnaturalizando la ciudad que se transformó en un "campo de trabajo", un dormitorio incómodo para los recién llegados cuyas vidas encontraban sentido solo en la participación en la maquinaria productiva y militar soviética.
La ciudad adquirió el cariz necesario para destacar el poderío y la omnipotencia de la autoridad soviética: edificios gigantescos y grandes avenidas. Pero todo monótono y triste, con el sello prosaico de la burocracia y de los organismos de la planificación. Se ausentaron las características iglesias, el comercio se hizo austero, pobre y desabrido. La funcionalidad se llevó a los extremos. De tener en 1900 una superficie de 82 km, pasó a los 2500 kilómetros
cuadrados de la actualidad. Naturalmente ante este crecimiento explosivo y brutal el antiguo Moscú quedó reducido a un triste y oscuro segundo plano, después de haber sido por cientos de años el mejor reflejo de la cultura rusa. Lo justo habría sido que la nueva ciudad, el gigantesco conglomerado de trabajadores soviéticos, se hubiese llamado de otra manera porque su naturaleza es la antítesis de la ciudad que se llamó tradicionalmente Moscú.
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No es una curiosidad ociosa descubrir este antiguo Moscú pues refleja las raíces más profundas de la cultura rusa. Aletargadas y castigadas por el totalitarismo soviético, ellas deben sentir el efecto vivificante de la prosperidad y libertad que en tantos ámbitos goza hoy la sociedad rusa. Esta nueva vida de la cultura rusa podría sorprender gratamente a una época que presencia el agotamiento de las viejas naciones europeas.