lunes, 26 de mayo de 2014

Europa: Víctima del "Ninguneo"

Razones de sobra tiene Estados Unidos para no consultar a Europa o "enmendarle la plana" como lo hizo en Ucrania en Febrero, y Rusia para buscar nuevos horizontes en China. 

El texto siguiente abreviado de una publicación de Perry Anderson en el London Review of Books, es una excelente presentación de la enfermedad que afecta a los europeos. "Cuando el río suena, piedras trae" y las elecciones europeas de ayer dejaron en evidencia que el río europeo suena mucho y viene con piedras grandes. No podía ser menos según el relato de Anderson.

Paula Reynal  ha hecho posible que el texto se presente en castellano.

El texto original se puede encontrar en  http://www.lrb.co.uk/v36/n10/perry-anderson/the-italian-disaster

El Desastre Italiano

Perry Anderson

Publicado en London Review of Books.

Europa está enferma. Cuán seriamente, y porqué, son cosas que no siempre son fáciles de juzgar. Pero entre los síntomas hay tres que se destacan y que se relacionan entre sí. El primero, y más conocido, es la tendencia degenerativa de la democracia en todo el continente, de la cual la estructura de la UE es a un tiempo causa y consecuencia. El estilo oligárquico de sus disposiciones constitucionales, alguna vez concebidos como andamiaje provisional para una futura soberanía popular de escala supranacional, se ha ido endureciendo constantemente con el tiempo. Los referendos se anulan con regularidad si no concuerdan con la voluntad de los gobernantes. Los votantes cuyas opiniones son despreciadas por las élites rechazan la asamblea que los representa nominalmente, y la participación se reduce en cada sucesiva elección. Los burócratas que no han sido nunca electos fiscalizan los presupuestos de parlamentos nacionales despojados inclusive de su capacidad de gasto. Pero la Unión no es una excrecencia de estados miembros que podrían ser suficientemente sanos. Refleja, y profundiza, tendencias a largo plazo dentro de ellos. A nivel nacional, prácticamente en todas partes, los ejecutivos doman o manipulan las legislaturas con mayor facilidad; los partidos pierden miembros; los votantes pierden la confianza en sí mismos, a medida que se van estrechando las opciones políticas y las promesas de que pueden marcar una diferencia en la campaña electoral se reducen o desvanecen  en el cargo.



Esta involución generalizada ha venido acompañada de una corrupción generalizada de la clase política, un tema que la ciencia política, suficientemente locuaz sobre lo que se conoce en el lenguaje de los contadores como el déficit democrático de la Unión, generalmente no toca. Las formas de esta corrupción no han hallado aún una taxonomía sistemática. Existe una corrupción pre-electoral: el financiamiento de personas o partidos de fuentes ilegales – o legales – contra la promesa, explícita o tácita, de futuros favores. Hay corrupción post-electoral: el uso del cargo para obtener dinero por medio de malversación de los ingresos, o sobornos en los contratos. Hay compra de voces o votos en las legislaturas. Hay robo directo del erario público. Hay falsificación de credenciales para obtener beneficios políticos. Hay enriquecimiento en los cargos públicos después de los hechos, como también durante o antes. El panorama de esta malavita es impresionante. Un fresco de ella podría comenzar con Helmut Kohl, gobernante de Alemania durante dieciséis años, que amasó alrededor de dos millones de marcos alemanes en “cajas negras” de donantes ilegales cuyos nombres, una vez que él se vio expuesto, él se negó a revelar temiendo que salieran a la luz los favores que ellos habían recibido. Al otro lado del Rin, Jacques Chirac, presidente de Francia durante doce años, fue declarado culpable de malversación de fondos públicos, abuso de su cargo y conflictos de interés, una vez que su inmunidad llegó a su fin. Ninguno de ellos sufrió una sanción. Estos fueron los dos políticos más poderosos de su época en Europa. Una mirada al escenario desde aquel entonces es suficiente como para disipar cualquier ilusión de que constituyeron algo fuera de lo común.

En Alemania, el gobierno de Gerhard Schröder garantizó un préstamo de mil millones de euros a Gazprom para la construcción de un oleoducto por el Báltico a pocas semanas de su dimisión como canciller, quedando en la nómina de Gazprom con un salario mayor al que recibía por gobernar al país. Desde su partida, Angela Merkel ha visto sucesivamente a dos presidentes de la República forzados a dimitir bajo una nube: Horst Köhler, ex jefe del FMI, por explicar que el contingente del Bundeswehr (ejército alemán) en Afganistán estaba protegiendo intereses comerciales de Alemania y Christian Wulff, ex jefe de la Democracia Cristiana en la Baja Sajonia, por un préstamo cuestionable para su partido de un empresario amigo. Dos importantes ministros, uno de defensa y otro de educación, tuvieron que dejar sus cargos cuando fueron despojados de sus doctorados – una importante credencial para una carrera política en la República Federal – por robo intelectual. Cuando esta última, Annette Schavan, muy amiga de Merkel (quien manifestó tener plena confianza en ella), seguía aún aferrada a su cargo, la revista Bild comentó que tener un ministro de educación que falsifica sus investigaciones es como tener un ministro de finanzas con una cuenta bancaria secreta en Suiza.

Dicho y hecho. En Francia, se descubrió que el ministro socialista para el presupuesto, el cirujano plástico Jérôme Cahuzac, cuya misión era defender la probidad fiscal y la equidad, tenía entre €600,000 y €15 millones en depósitos ocultos en Suiza y Singapur. Nicolas Sarkozy, por su parte, ha sido acusado por testigos convergentes de recibir alrededor de $20 millones de dólares de Gaddafi para la campaña electoral que lo llevó a la presidencia. Christine Lagarde, su ministra de finanzas, quien lidera en este momento el FMI, está siendo interrogada por su papel en la adjudicación de €420 millones como ‘compensación’ a Bernard Tapie, un delincuente muy conocido con antecedentes penales, últimamente amigo de Sarkozy. En ambos partidos se advierte una indiferente proximidad al delito. François Hollande, el actual presidente de la República, tuvo citas con su amante en el departamento de la novia de un gangster corso muerto en un tiroteo en la isla el año pasado.

En Gran Bretaña, casi al mismo tiempo, el ex primer ministro Blair le aconsejaba a Rebekah Brooks, quien se enfrentaba a penas de cárcel por cinco cargos de conspiración criminal (‘Mantente firme y sigue definitivamente con las pastillas para dormir. Ya pasará. Resiste’), e instándola a ‘publicar un informe al estilo Hutton’, como él había hecho para limpiar cualquier participación que su administración pudo haber tenido en la muerte de un denunciante en su guerra en Irak: una invasión de la cual recibió – naturalmente, para su Fundación Faith – diversas donaciones y participación en negocios de todas partes del mundo, entre los que se destacan dinero en efectivo de una compañía de petróleo de Corea del Sur dirigida por un ex convicto con intereses en Irak y la dinastía feudal de Kuwait. Aún está por verse que recompensa pudo haber recibido por sus numerosos consejos a la dictadura de Nazarbayev (‘Los logros de Kazajstán son maravillosos. Sin embargo, señor Presidente, usted esbozó nuevas alturas en su mensaje a la nación’.  Palabras literales). En Gran Bretaña, en un intercambio de favores sobre el que mintió sin escrúpulos, recibió una coima de £1 millón destinados a las arcas del partido del magnate de coches de carrera Bernie Ecclestone, que está actualmente siendo procesado en Baviera por sobornos por valor de €33 millones. En la cultura del nuevo partido laborista, figuras claves en el círculo de Blair, alguna vez ministros del gabinete – Byers, Hoon, Hewitt – podrían estar próximamente en venta. En los mismos años, indiscriminadamente del partido que fuera, la Cámara de los Comunes fue expuesta como un pozo negro de pequeños desfalcos del dinero de los contribuyentes.

En Irlanda, entre tanto, el líder de Fianna Fáil, Bertie Ahern, habiendo canalizado más de €400,000 en pagos inexplicables antes de convertirse en Taioseach (Primer Ministro), se votó para sí mismo el salario más alto de cualquier primer ministro en Europa – €310,000, inclusive más que el presidente de los EEUU – un año antes de haber tenido que dimitir en el oprobio por su total falta de honradez en todos los frentes. En España, el actual primer ministro, Mariano Rajoy, encabezando un gobierno de derecha, ha sido sorprendido en flagrante delito por recibir sobornos en la construcción y otros negocios por un total de un cuarto de millón de euros a lo largo de una década, transferido por  Luis Bárcenas. Tesorero de su partido durante veinte años, Bárcenas está actualmente bajo arresto domiciliario por haber acumulado una fortuna de €48 millones en cuentas suizas no declaradas. Los libros de contabilidad manuscritos en los que se detallan sus transferencias a Rajoy y a otras figuras claves del Partido Popular – incluyendo a Rodrigo Rato, otro ex director del FMI – han figurado en abundantes copias de la prensa española. Una vez que estalló el escándalo, Rajoy le envió un mensaje de texto a Bárcenas con palabras prácticamente idénticas a las que Blair le envió a Brooks: ‘Luis, lo entiendo. Sé fuerte. Te llamaré mañana. Un abrazo’. Resistiendo descaradamente un escándalo en el que un 85 por ciento del público español cree que está mintiendo, sigue impertérrito en el Palacio de la Moncloa.

En Grecia, Akis Tsochatzopoulos, sucesivamente ministro del interior, de defensa y de desarrollo para Pasok, quien una vez estuvo a punto de liderar la social democracia en Grecia, no tuvo tanta suerte: fue condenado el pasado otoño a veinte años de cárcel por una formidable carrera de extorsiones y lavado de dinero. Al otro lado del estrecho, Tayyip Erdoğan, aclamado durante largo tiempo por los medios europeos y los intelectuales como el mayor estadista democrático de Turquía, cuya conducta prácticamente logró que el  país fuera admitido a la membresía honoraria anticipada en la UE, ha demostrado ser digno de ser incluido en las filas del liderazgo de la UE de otro modo: en una conversación grabada, dándole instrucciones a su hijo de dónde ocultar decenas de millones en efectivo, en otra aumentando el precio de un fuerte soborno en un contrato de construcción. Tres ministros del gabinete cayeron con revelaciones similares, antes de que Erdoğan purgara al cuerpo de policía y al poder judicial para asegurarse de que las cosas no fueran más allá. Mientras lo hacía, la Comisión Europea publicó su primer informe oficial sobre corrupción en la UE, cuyo alcance el comisionado, autor del informe, describió como ‘impresionante’: en una estimación baja, le costaría a la UE el valor total del presupuesto de la UE, alrededor de €120 mil millones al año – siendo la cifra real ‘probablemente mucho mayor’. Cautamente, el informe sólo incluía estados miembros. Quedaba excluida la propia Unión Europea, la totalidad de su Comisión de los últimos años habiéndose vista obligada a renunciar bajo una nube.

Algo común en una Unión que se presenta a sí misma como preceptora moral del mundo, la contaminación del poder por el dinero y el fraude se desprende de la disolución de su sustancia, la participación democrática. Las élites liberadas arriba  de una verdadera división y de una significativa rendición de cuentas para abajo, pueden darse el lujo de enriquecerse sin distracciones o retribución. La exposición deja de importar cuando la impunidad se convierte en la regla. Al igual que los banqueros, los líderes políticos no van a la cárcel. De la fauna ya descrita, sólo un anciano griego sufrió esa indignidad. Pero la corrupción no es sólo una función del deterioro del orden político. Es naturalmente también un síntoma del régimen económico que se ha apoderado de Europa desde la década de 1980. En un universo neoliberal, donde los mercados son el indicador de valor, el dinero se convierte mucho más directamente que antes, en la medida de todas las cosas. ¿Si se pueden privatizar como empresas con fines de lucro hospitales, escuelas y cárceles, por qué no también los cargos políticos?

Sin embargo, más allá de las consecuencias culturales del neoliberalismo, está su impacto como sistema socioeconómico: el tercero y, en la experiencia popular, sin duda la más aguda de las enfermedades que afligen a Europa. El que la crisis económica desatada en Occidente en 2008 haya sido el resultado de décadas de desregulación financiera y expansión del crédito, es algo que sus arquitectos ahora más o menos admiten – véase a Alan Greenspan. Entrelazados a través del Atlántico, los bancos europeos y las operaciones de bienes raíces estaban tan involucrados en la debacle como sus homólogos norteamericanos. Sin embargo, en la UE esta crisis general estaba sobredeterminada por otra propia de la Unión, las distorsiones creadas por una moneda única impuesta sobre economías nacionales muy diferentes, llevando a las más vulnerables al borde de la bancarrota una vez que golpeó la crisis general. ¿El remedio para estas economías? Ante la insistencia de Berlín y Bruselas, no sólo un régimen típico de estabilización del tipo Churchill-Brüning de entre guerras, recortando el gasto público, sino un ajuste de pacto fiscal estableciendo un límite uniforme de 3 por ciento a cualquier déficit como una disposición constitucional, consagrando efectivamente una miope fijación económica como principio básico del Rechtsstaat, a la par con la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, el habeas corpus, la división de poderes y el resto. Si no fuera por su participación respecto a las extradiciones por  la tortura de ayer, sería difícil encontrar un ejemplo más claro de la estima con la que son considerados estos principios por las oligarquías de la UE hoy en día.

Económicamente, los beneficios obtenidos por la integración fueron sobrevendidos desde un principio. En la primavera de 2008, el cálculo más cuidadoso, de Andrea Boltho y Barry Eichengreen, dos distinguidos economistas de una visión impecablemente pro-europea, concluyó que el Mercado Común podría haber aumentado el crecimiento en un 3 a 4 por ciento del PIB de la Comunidad Económica Europea durante todo el período de mediados de los años 50 a mediados de los 70, y el Acta Única Europea en otro 1 por ciento, en tanto el impacto positivo de la unión monetaria había sido insignificante hasta la fecha – dando un gran total de tal vez un 5 por ciento en el PIB durante medio siglo.​ Eso fue antes del inicio de la crisis. ¿Cuál ha sido el balance desde entonces? Para fines de 2013, a cinco años de la crisis, el PIB de la Eurozona todavía no había recuperado el nivel de 2007. Casi un cuarto de su gente joven está desempleada. En España y Grecia, las cifras son respectivamente un catastrófico 57 y 58 por ciento. Incluso en Alemania, donde los superávits comerciales se acumulan año tras año y ampliamente promocionada como la historia de éxito del período, la inversión ha sido una de las más bajas de las economías del G7 y la proporción de trabajadores con salarios bajos (los que ganan menos que dos tercios del ingreso medio) es la mayor de cualquier país de Europa Occidental. Esas son las últimas lecturas de la unión monetaria. Los curanderos de la austeridad han desangrado al paciente y no le han devuelto la salud.

En este contexto, un país es ampliamente considerado como el caso más grave de la disfunción europea. Desde la introducción de la moneda única, Italia ha presentado el peor record económico de cualquier país de la UE: veinte años de un estancamiento prácticamente ininterrumpido. Con una tasa de crecimiento muy por debajo de la de Grecia o España,  su deuda pública supera 130 por ciento del PIB. No es, sin embargo, un país de tamaño pequeño o mediano en la periferia recientemente adquirida por la UE. Es un miembro fundador de los Seis, con una población comparable a la de Gran Bretaña, y una economía el doble de la de España. Después de Alemania, su base manufacturera es la segunda más grande de Europa, donde también es segunda en exportación de bienes de capital. Las emisiones de su tesorería constituyen el tercer mayor mercado de  bonos soberanos del mundo. Casi la mitad de su deuda pública está en el extranjero: la cifra comparable para Japón es inferior al 10 por ciento. En su combinación de peso y fragilidad, Italia es el verdadero eslabón débil en la UE, a la que podría en teoría quebrar.

Hasta el momento es también, y no por casualidad, el único país en el que la desilusión con la anulación de las formas democráticas ha producido no sólo una adormecida indiferencia, sino una activa rebelión que ha sacudido su gobierno hasta la médula, transformando el panorama político. Movimientos de protesta de uno u otro tipo han surgido en otros países de la UE, pero hasta ahora ninguno se acerca a la novedad o el éxito del movimiento de 5 Estrellas en Italia con una rebelión en las urnas. Así, a su vez, Italia ofrece el espectáculo más conocido de todos los teatros de corrupción del continente, y su personificación más célebre en el multimillonario que gobernó al país durante casi la mitad de la vida de la Segunda República, sobre quien se han escrito más palabras que sobre todos sus competidores juntos. Las reflexiones sobre el estado al que ha llegado Italia comienzan inevitablemente con Silvio Berlusconi.


Hablar del Milagro Italiano, algo corriente en la época de Fellini y la Vespa, hace tiempo que se ha convertido en lo opuesto. Durante décadas, los italianos han superado a los extranjeros en lamentarse del Desastre Italiano, con a lo sumo unos pocos valientes defendiendo algunos rincones salvadores de excelencia aquí y allá: la moda, los Ferrari, el Banco Central. No cabe duda de que el país ocupa un lugar especial hoy en día en el conjunto de países de Europa Occidental. Pero eso por lo general es malinterpretado. Italia no es un miembro medio de la Unión, ni un desvío de algún estándar al que podría ajustarse. Existe una frase consagrada para describir su posición, muy usada dentro y fuera del país, pero está equivocada. Italia no es una anomalía dentro de Europa. Es más bien un concentrado de ella.

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